Cómo la langosta y sus primos pasaron de ser la comida de cerdos, al manjar por excelencia del final de año

[ AUTOR: DAVID REMARTÍNEZ ]

El marisco forma parte de la dieta humana desde los años de Maricastaña, por lo menos desde la Maricastaña Neandertal, pues los restos más antiguos que se conocen de moluscos al parecer ingestados por aquellos protohombres de cejas como muros y narices como piedras se remontan a 150.000 años. Divierte pensar en un Neandertal zampando mejillones, la verdad, y así fue, según los restos encontrados en una cueva de Málaga. Aquellos primos antecesores no fueron los únicos que empezaron a mariscar, ya que en Sudáfrica se encontraron fósiles parecidos, de un mantel similar y de similar datación, solo que en este caso engullidos por ejemplares de Homo Sapiens. O sea que lo de comer bichos marinos lo llevamos en nuestro mismo origen.

En el Mediterráneo, la dieta de mejillones, pulpos o langostas fue apreciada desde la Grecia Clásica, e incluso catalogada. El poeta Opiano de Anazarba, también conocido como Opiano de Córico u Opiano de Cilicia (más sobrenombres que un jugador de fútbol), escribió en el siglo II el que se considera primer libro de pesca: la Haliéutica, donde recopilaba especies y costumbres en 3.506 versos, ahí es nada: el mayor poema dedicado nunca a moluscos, crustáceos, gusanos y hasta esponjas. Y a los peces, claro. Opiano describió en divertidos símiles gestas marinas como las frecuentes peleas entre pulpos, morenas y langostas, que de aquella ya se llevaban a matar (literalmente): “Compara a la langosta con un aguerrido capitán que, blandiendo sus afiladas lanzas, reta a los enemigos para que se enfrenten con él”, señala el catedrático de Filología Griega Juan Carlos Iglesias Zoido en un estudio de la obra.

Sin embargo, que el marisco se consumiera desde antiguo no significa que estuviera asociado al lujo. Al contrario: su abundancia, y la dificultad para transportarlo en buenas condiciones a tierras del interior, lo mantuvieron durante siglos como un alimento estricto de zonas costeras. De localidades de litoral donde el excedente, o las especies menos valoradas, se solían aprovechar como alimento de ganado y como abono para los campos. Hoy nos resulta inconcebible que las nécoras o los percebes pudieran acabar entre cerdos, o fertilizando un maizal, pero así sucedía todavía a principios del siglo XX. Suerte de puercos y de árboles.

 

 

De aquella el marisco se consumía especialmente en las fiestas, marcadas en su mayoría por el calendario cristiano que organizaba las vidas en los países mediterráneos y que asociaba cada fecha en rojo a unas reglas a cumplir, bajo amenaza de infierno. En la mesa, las reglas atendían principalmente al ayuno y la abstinencia, con ese rollo aguafiestas que gustaba al clero de entonces para con las mesas del prójimo. La víspera de Navidad no se podía comer carne o mantequilla, por ejemplo, y la plebe acudía al mar para saciar sus banquetes. En Italia se celebraba y celebra aún la Fiesta de los Siete Peces, una cena consistente en otros tantos platos con pescado y marisco que representaban, al parecer, los siete sacramentos. O quizá el hambre de lobo de los comensales, ya que en algunas zonas del país los siete platos de La Vigilia se convertían en 11 o incluso en 13 (supuestamente, por la suma de los 12 apóstoles más Jesucristo que compartieron el pan y el vino mientras Leonardo los pintaba).

Ahí empezó el uso del marisco como celebración, que en el caso de España e Italia se fue generalizando conforme, a mediados del siglo pasado, los métodos de refrigeración, los camiones y los trenes permitieron que las gambas y calamares llegaran a todas esas casa de interior donde hasta entonces las abstinencias carnívoras se habían resuelto con imaginativas recetas a partir de salazones de bacalao o congrio. Frente a los sabores hondos y bruscos de aquellos platos, la llegada del marisco fresco fue recibida como una agradable novedad. Como para no.

Porque además los meses invernales son los adecuados para las moluscos y crustáceos, ya que en los meses con una erre en su nombre, según el dicho popular, se concentran las mejores temporadas de pescas de dichos animales. Tercer motivo para llenar tus navidades de langostinos y vieras, y hartarte a comer con las manos.

Sin embargo, para que la asociación con la celebración añadiese la categoría de lujo hubo de suceder primero una moda, que como tal ha de empezar por las clases altas para que luego el vulgo se lance a imitarla (según analiza habitualmente la Sociología del Consumo, partiendo siempre de las costumbres que incorporan las denominadas “clases ociosas” de cada país). Fue en Estados Unidos donde esa asociación de marisco y opulencia cuajó gracias a la astucia de un empresario (cómo si no, tratándose de Norteamérica) que empezó a enlatar langostas en 1841 en Maine. Cuenta la leyenda que como no conseguía darle salida al producto, al que muchos seguían viendo como pasto de bestias, se las apañó para servirlo en los trenes que conducían a la localidad presentado como un manjar moderno: con salsas, espumosos y demás alharacas. La afluencia de turistas adinerados en el ferrocarril propició la afición al bicho, extendiénsose la costumbre al poco hasta los restaurantes. Y así, pedir langosta se convirtió en un símbolo de distinción, una consideración que poco a poco fue abarcando al resto de especies.

Comer hoy marisco, sin embargo, no es ya un placer al alcance solo de los potentados. Los meses invernales surten las pescaderías de todas las especies imaginables a distintos precios. La industria de la congelación permite disponer de marisco durante todo el año a precios asequibles y con infinitas variedades y calidades. La gastronomía, además, ha desarrollado tal infinidad de recetas que cualquier cocinillas puede enfrentarse a su servicio con opciones acordes a su maña y presupuesto. Desde las simples gambas cocidas con mayonesa que enloquecen a miles de españoles en las mesas navideñas, hasta los referidos menús italianos de Nochebuena tan largos como el mar. El caso es desmembrar bichos, chuparlos, mojarlos, salsearlos, y sentir con ese profundo regusto salino que estamos vivos y coleando para empezar otro año más.

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